martes, 8 de diciembre de 2020

La Guerra del Fin del Mundo


 Vargas Llosa, Mario. 1981. La Guerra del Fin del Mundo. Círculo de Lectores. 

A punto de cumplirse los treinta años de la aparición de esta novela, la releo tras la aparición de un artículo en EL PAIS donde Vargas Llosa comenta el proceso de escritura (artículo perteneciente al libro La Realidad de un Escritor, recientemente publicado por Triacastela). Con el paso de los años, me sobrecoge aún más la hercúlea labor de escritura realizada para completar esta novela. Creo que es el ejemplo perfecto de cómo unir realidad y ficción, la mezcla exacta de relato histórico, periodismo y literatura de ficción. Basada en hechos reales, tiene una impresionante labor de documentación detrás que cubre pormenorizadamente un acontecimiento histórico alucinante de la historia de Brasil. El narrador parte de la realidad para crear un mundo de personajes inolvidables que nos hacen vivir los acontecimientos mejor que cualquier manual de historia. 

La temática es también recurrente en la narrativa del autor: la forma en la que el ser humano escapa de la realidad cuando le resulta insoportable y crea paraísos imposibles. La mente de los iluminados distorsiona la realidad, y les hace creer en utopías inverosímiles  y luchar por ellas hasta la muerte. Este tema es tratado por Vargas Llosa en ensayos como La llamada de la Tribu y es analizado con minuciosidad por autores como John Gray (Straw Dogs, Black Mass), críticos con el poder devastador de las utopías, o Ernest Bloch (El Principio Esperanza), defensores de las mismas como propulsoras de cambio hacia un mundo mejor. 

El ser humano prefiere en muchos casos la explicación más inverosímil, siempre que sea más reconfortante. La doctrina del Consejero, epítome del milenarismo y de todos los iluminados del mundo, llega con más fuerza que ninguna otra a una población desesperada y hundida en la miseria. La realidad es para ellos tan intragable y feroz que una explicación ordinaria de la misma no puede ser convincente. "Esa explicación era demasiado ordinaria para los vecinos, a quienes lo sobrenatural era más creíble que lo natural" (p.108). 

La esperanza en un mundo mejor es un bálsamo contra la miseria. El Padre Joaquim admira por esa razón a los miserables de Canudos: 

"Y sin embargo, pese a la miseria, esa gente es feliz...la más feliz que he visto, señor. Es difícil admitirlo, también para mí. Pero es así, es así. El les ha dado una tranquilidad de espíritu, una resignación a las privaciones, al sufrimiento, que es algo milagroso" (p. 255) 

Lo curioso es que la fe ciega en la ciencia o en el cambio social revolucionario puede convertirse también en una religión, siendo esa la razón por la que extremos como el de Galileo Gall, anarquista y frenólogo, y el Consejero, se tocan. Ambos creen en la posibilidad de construir el Paraíso. La historia tiene para ellos un fin y un sentido, una línea clara que terminará en un mundo mejor. 

"Al final de la guerra ya no habrá ricos, o mejor dicho, no se notaría, pues todos serían ricos. Estas piedras se volverían ríos, esos cerros sombríos fértiles y el arenal que era Algodones un jardín de orquídeas como las que crecían en las alturas de Monte Santo. La cobra, la tarántula, la sucuarana serían amigas del hombre, como hubiera sido si éste no se hubiera hecho expulsar del Paraíso. Para recordar estas verdades estaba en el mundo el Consejero" (p. 229). 

Por otro lado, Galileo Gall, cree en el mismo sueño, aunque desde el punto de vista del anarquismo y la revolución secular: 

"Una ciudadela libertaria, sin dinero, sin amos, sin policías, sin curas, sin banqueros, sin hacendados, un mundo construido con la fe y la sangre de los pobre más pobres... ¿No había dicho el viejo santón, hacía un momento, creyendo hablar de Dios cuando en realidad hablaba de la libertad, que en Canudos desaparecerían la miseria, la enfermedad, la fealdad? ¿No era ése acaso el ideal revolucionario?... Creo en eso como otros creen en Dios. Hace mucho tiempo que muchos se hacen matar para que sea posible" (pp. 229-230). 

El fundamentalismo religioso así como el revolucionario se funden en la misma devoción ciega por  conseguir los fines sin calibrar los medios. Es la semilla de las peores guerras y matanzas ocurridas en la humanidad, paradójicamente impulsadas desde creencias que sostienen estar haciendo el bien. Es el pensamiento utópico el que lleva a las mayores aberraciones. De esta tendencia no se escapan los que se oponen a Canudos y lo masacran creyéndose también dueños de la verdad, desde el pensamiento ilustrado y republicano que se obstina en imponer un sistema político en lugares donde es también utópico establecerlo, por chocar contra sus tradiciones y creencias. Epanimondas, el republicano antimonárquico, ejemplo paradigmático del maquiavelismo en política, urde falsos complots e inventa noticias falsas porque también cree a pie juntillas en su modelo ideal. Todos luchan denodadamente por ideas que nada tienen que ver con la realidad.

El único que se salva en la novela del idealismo aburdo es el Barón de Cañabrava, que los observa a todos atónito: 

"El Barón reconoció ese tono: era el de los predicadores capuchinos de las Santas Misiones, el de los santones ambulantes que llegaban a Monte Santo, el de Moreira César, el de Galileo Gall. El tono de la seguridad absoluta, el de los que nunca dudan... El Barón tuvo un estremecimiento; era como si el mundo hubiera perdido la razón y sólo creencias ciegas, racionales, gobernaran la vida" (p. 247) . 

El Barón es el único personaje en la novela vacunado contra el idealismo y la utopía. No comprende la sinrazón de los idealistas, y quizás por ese motivo se siente fascinado por ellos. Así habla del Coronel Moreira César, el Cortapescuezos: 

"No le interesan el dinero, ni los honores y acaso ni siquiera el poder para él. Lo mueven cosas abstractas: un nacionalismo enfermizo, la idolatría del progreso técnico, la creencia de que sólo el Ejército puede poner orden y salvar a este país del caos y la corrupción. Un idealista a la manera de Robespierre... como ocurre con muchos idealistas, es implacable cuando quiere materializar sus sueños" (pp.248-249). 

Por supuesto, Galileo Gall no entiende al Barón: "¿Qué podía entender de sus ideales un terrateniente arsitócrata que vivía como si la Revolución Francesa no hubiera tenido lugar? ¿Alguien que consideraba "idealismo" una mala palabra?" (p. 261). 

Por el contrario, esta es la opinión del Barón sobre Galileo Gall: "El pobre diablo estaba convencido que Canudos es la fraternidad universal, el paraíso materialista, hablaba de los yagunzos como correligionarios políticos. Era imposible no sentir ternura por él..." (p. 281).  "Confunde la realidad y las ilusiones, no sabe dónde termina una y comienza la otra... Puede ser que cuente esas cosas con sinceridad y las crea al pie de la letra. No importa. Porque él no las ve con los ojos sino con las ideas, con las creencias" (p.307). 

Las creencias ciegas de sus seguidores pueden hacer ver en los excrementos del Consejero óbolos con los que celebrar la comunión. Así lo vive el Beatito, otro de los personajes principales de la novela, mano derecha del Consejero: 

"Es su esencia lo que corre por ahí, es parte de su alma, algo que está dejándonos." Lo intuyó en el acto, desde el primer momento. Había algo misterioso y sagrado en esos cuescos súbitos, tamizados, prolongados... "Son óbolos, no excrementos."Con dichosa inspiración se adelantó, estiró la mano entre las beatas y se los llevó a la boca, salmodiando: "¿Es así como quieres que comulgue tu siervo, Padre? ¿No es esto para mí rocío?" Todas las beatas del Coro Sagrado comulgaron también, como él" (p.495) 

¿Puede haber un mejor ejemplo de la locura a la que induce la confusión y mezcla de ilusión y realidad: confundir la mierda con el rocío? 


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