domingo, 7 de febrero de 2021

El Nadador en el Mar Secreto

 

Kotzwinkle, William. 2014. El nadador en el Mar Secreto. Navona (Los Ineludibles). 

Título original: The Swimmer in the Secret Sea (1975). 

Ian McEwan rescató esta pequeña joya del olvido al citarla en su libro Sweet Tooth (Operación Dulce). William Kotzwinkle nos ofrece una narración sorprendente, clara, diáfana y fresca como una noche en pleno invierno norteamericano. Es un chapuzón en las aguas heladas del mar de la realidad más pura y cristalina. No hay titubeos, ni lágrimas, ni rodeos. Es un viaje al corazón palpitante de un acontecimiento de lo más normal y corriente pero a la vez extraordinario por la honda dimensión humana que posee. Un viaje al nacimiento y la muerte. 

La novela narra tan sólo (y ahí es nada) el parto y la muerte del primer hijo desde el punto de vista del padre: el momento de mayor ilusión de la vida seguido de la mayor desilusión. La guadaña feroz que siega la vida recién comenzada sorprende por su golpe certero, puro y limpio. Esa guadaña está siempre al acecho y nos espera tras cualquier esquina, y lo normal es que nos coja desprevenidos. El libro es una lección de cómo afrontar el golpe. Libre de ropajes, de sentimentalismos, de disfraces, Laski, el padre, se enfrenta a lo sucedido abrazando el hecho como es, en toda su dimensión, sin autoengaños ni paños calientes, sin desfallecer ni mirar para otro lado. Me ha recordado a Jenofonte, el filósofo griego que al serle comunicada la muerte de su hijo, respondió con un escueto "Yo ya sabía que lo había engendrado mortal". 

Laski sintió primero aturdimiento, después dolor y a continuación se puso a digerir la realidad de lo ocurrido. En el camino de vuelta a casa tras lo sucedido vivió en su imaginación una vida completa, en uno de los pasajes más hermosos de la novela. 

"Laski circuló por el puente y salió de la ciudad. Al cruzar las vías del tren que atravesaban el barrio pobre en los límites de la ciudad, sus ojos repararon  en una delicada capa de luz, como si un velo traslúcido y reluciente cubriera la mañana , y supo que se trataba del espíritu de su hijo, que viajaba con él. Entonces se vio corriendo con su hijo por el campo, saltando viejas vallas rotas. Caminaban hacia el arroyo y se zambullían en él, luego se ponían a bailar, corrían hasta los árboles y trepaban para quedar por encima de la niebla" (p. 51)

Fue un viaje corto que en su mente pareció durar años, ya que en unas horas vivió toda la vida que debería haber vivido con su hijo, hasta que sintió " que se disolvía en algo remoto, expandido más allá de su propia capacidad de perseguirlo. Ya se va. Ha madurado y me abandona. Adiós, adiós, se despidió mirando hacia el hermoso cielo del este, donde el sol encandilaba los árboles. El viento te hace libre. Los vientos y el sol te hacen grande" (p. 52) 

La forma en la que vive la muerte como una vuelta a la naturaleza tiene resonancias de la sabiduría de las tribus norteamericanas primitivas que acogían la vida y la muerte con la misma naturalidad, como hechos inevitables de la existencia. 

Tras ese viaje imaginario, Laski se pone manos a la obra; ahora su misión es construir el ataúd, lijar maderas, unir piezas, taladrar agujeros, atornillar remates. 

"Construí nuestra casas, con una habitación para él, y ahora le estoy haciendo su ataúd. En nada difiere el trabajo, Solo hemos de seguir adelante, con los ojos abiertos, contemplando con atención lo que hacemos, sin pensar en nada ajeno a la tareas. Entonces, fluimos con la noche" (p. 67) 

Es difícil no recordar el ataúd de la madre de As I Lay Dying, y al personaje de Cash, el hijo que se encarga de fabricarlo, quizás el personaje más cuerdo de toda la novela de Faulkner. La construcción de un ataúd es probablemente la forma de no volverse loco, de permanecer con los pies en la tierra ante la catástrofe que puede llevar a la enajenación si uno se descuida. Laski notó que su mente podía avanzar en direcciones múltiples, y supo que en ese momento no había más remedio que elegir la realidad y acatarla, si no quería perder la razón. 

"Laski bajó la tapa de la caja y de nuevo le pareció estar en un sueño que podía avanzar en la dirección que él quisiera. Pero entonces notó que la realidad se movía en una sola dirección. El bebé nació y murió y yo estoy cerrando la tapa de su ataúd" (p. 85) 

Esa aceptación serena permite que el dolor natural ante lo ocurrido no se transforme en un sufrimiento insoportable, y que todo permanezca envuelto en una capa de ternura y dulzura, la única vía posible de sobrevivir a la crudeza de la realidad. 

"Sintió que Diane estaba a su lado en el silencio profundo y extraño y, aferradas a éste, habitando aquella quietud, vio fundirse la vida y la muerte en un mar calmo y brillante que no tenía fin" (p. 85).  


Reseña (EL CORREO) 

Reseña (EL CULTURAL) 

Reseña (OTRA PARTE) 


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