martes, 13 de noviembre de 2018

Obabakoak


Atxaga, B. 2004. Obabakoak. Ediciones B, S.A.

En el mundo de Obaba se funden ficción y realidad, de forma que es imposible saber dónde acaba una y empieza otra. Cuando uno de sus personajes intenta averiguar qué misterio se esconde detrás de una vieja fotografía de colegio, en vez de conseguir aclarar nada, se zambulle por completo en un mundo diferente, donde la locura no se diferencia de la cordura. Los intentos por atrapar la realidad se escapan de las manos; la realidad es inasible, incomprensible, porque no es otra cosa que la ficción y las historias que están dentro de nuestras cabezas.

Tiene el libro constantes resonancias de Borges, y de Manuel Rivas, otro escritor "localista" o de la "periferia". Hay un personaje en el libro, Klaus Hanhn, que mantiene una constante conversación con un muerto en sus pensamientos, de la misma forma que lo hace el guardia Herbal en el libro de Rivas. El escritor gallego, en su libro El Lápiz del Carpintero nos introducía a través de uno de sus personajes en la "segunda realidad", la misma de la que también habla Paul Watzlawick en su libro. Esta segunda realidad es la que construimos permanentemente en el interior de nuestros cerebros para suplir toda la información que nos falta para poder entender el mundo, pues la primera realidad se nos hace inabarcable, incomprensible, insoportable.

En la primera historia, Esteban Werfell, un padre inventa una persona y un mundo para conducir el camino de su hijo hacia el lugar que considera correcto. Una actitud muy común en los padres: mentir para proteger, para evitar el dolor, para reconducir. Creamos una segunda realidad aprovechando la inocencia y credulidad de los niños, con un objetivo lícito desde nuestro punto de vista, como ya vimos al analizar los cuentos de hadas con la ayuda del libro de Bruno Bettelheim. Obabakoak está lleno de cuentos de hadas, de leyendas populares, de historias procedentes de la traición oral: esa tradición oral que inventa personajes siniestros para asustar a los niños, como el Sacamantecas, para que no se adentren en lo desconocido, para que el miedo les impida ir dónde no deben. Historias pobladas de fantasmas, de animales peligrosos, de seres mitad hombre y mitad animal, que pueblan la imaginación de la infancia y continúan hasta la edad adulta, pues necesitamos esa ficción para suplir los huecos, los miles de huecos que nuestra razón no sabe rellenar por sí sola cuando intenta descifrar la naturaleza y el significado de las cosas.

Los mundos que habitamos se cierran en sí mismos y tienen fronteras difíciles de sobrepasar, tanto para salir de ellos como para intentar entrar. Son mundos construidos comunitariamente, que crean mitos, leyendas, y una explicación de la realidad en la cual nos acostumbramos a vivir de forma que creemos que esa es la realidad en sí. Ese mundo cerrado, el mundo de Obaba, es precisamente de donde el padre de Esteban Werfell quiere sacar a su hijo, y necesita de la mentira para hacerlo. Ese mismo mundo es el que intenta comprender por medio de la razón el narrador de "En busca de la última palabra", pero termina atrapado por él como en una tela de araña.

En el fondo todos actuamos como Onofre, el vecino del pueblo de Villamediana:

"Comprendí, después de un tiempo, cuál era el procedimiento que Onofre utilizaba para enfrentarse a la realidad. Me pareció que, en primer lugar, inventaba una mentira, y que luego, creyéndosela, empezaba a predicarla hasta conseguir su, por así decirlo, refrendo social..  todos nos encontramos, alguna vez en nuestra vida, en la necesidad de liberarnos de alguna verdad dolorosa, y que entonces solemos recurrir a lo que sea, en especial a las mentiras. Porque la verdad nunca debe estar por encima del sufrimiento" (p.180-81)

Pero hay veces en las que no es posible escapar de la realidad, como le ocurre al enano Tassis, que se siente como un pequeño monstruo al que casi hacen dudar de su naturaleza humana:

"Comprendí también que tenía que ser terrible despertarse y después de un sueño quizás alegre, comprobar que la deformidad seguía allí; que no debía de haber, para los que sufren, un momento más duro que el del amanecer" (p.213).

Julián, un jubilado de Villamediana le dice al narrador que le explique lo que ve, señalándole hacia la llanura que tienen delante, y le explica que nunca podrá ver lo que ve él:

"Ya sé que usted es más listo que un conejo, pero apostaría lo que fuera a que no ve desde aquí tantas cosas como yo... porque usted ve lo que hay. En cambio, yo veo lo que hay y lo que no hay... ¿Qué ve usted ahí? Pues un simple camino y nada más. Yo, en cambio, veo un camino que conduce a Encomienda. quiero decir que eso es lo que pienso, y que al pensarlo veo ese lugar al que llaman Encomienda, y que en mi mente surge la vieja casona que hay allí y la fuente." (p. 193-194).

Somos incapaces de ver la realidad desnuda, tal cual. Al momento de entrar por nuestros ojos la adornamos, la embellecemos, la coloreamos o la transformamos, según nuestra necesidad, nuestros recuerdos, nuestras memorias, nuestros miedos o nuestras esperanzas. Así, Hans Mencher, en otra historia, es un pintor que no pinta lo que ve, sino que lo hace "siguiendo los dictados de su imaginación... el pintor parecía incapaz de ver lo que tenía delante. Y si miraba hacia la calle Vertrieb, ésta no aparecía en el lienzo; aparecía una plaza griega o cualquier otro paisaje exótico... " (p.335). Cuando se le preguntaba por su pintura, respondía "como si realmente estuviera en campo mediterráneo o en una ciudad griega, realmente, de alma y cuerpo, hablando incluso en una suerte de italiano o griego...nadie pensara en las consecuencias que podrían sobrevenir de aquel desapego a la realidad... Las consecuencias: su trágica muerte aquella mañana de julio" (p.336)

Cuando la desconexión de la realidad es absoluta, en vez de protegernos, puede terminar destruyéndonos. Así le ocurre a Hans Mencher y así le ocurre al personaje de Stephan Zweig, Mendel el de los libros. Nos mantenemos en un difícil equilibrio, pues: los mismo mecanismos que utilizamos para aliviar el sufrimiento y sobrevivir pueden llevarnos a nuestra destrucción. Por otra parte, un exceso de cordura o de lucidez puede llevarnos directamente a la locura, como le ocurre al personaje principal, y termine colándosenos un lagarto por la oreja.


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