lunes, 8 de julio de 2019

Madame Bovary


Flaubert, G. 1982. Madame Bovary. Ediciones Orbis, SA (Traducción de Carmen Martín Gaite)

Ha sido una casualidad que la entrada número 100 esté dedicada a esta obra cumbre de la literatura en la que no podía reflejarse de forma más intensa y humana la tensión entre la ilusión y la realidad.

Emma Bovary es una persona que a veces se nos torna odiosa por su absoluto desprecio a la realidad que la rodea, y otras nos parece heroica por su determinación en intentar conseguir sus sueños y huir de la cárcel en la que se siente atrapada. Esta tensión está presente en toda la novela, y es la que hace de Emma una persona tan real. Flaubert la odia a veces y otras se siente totalmente identificado con ella, hasta tal punto que llegó a decir "Madame Bovary, c'est moi".

Esta dualidad en los sentimientos que Emma provoca en el lector es la gran conquista de la obra. Cada uno reconocemos en Madame Bovary nuestra parte soñadora, aventurera, arriesgada, a la que no le importa saltar precipicios o romper barreras sociales. Es la parte de nosotros mismos que se desvive por una ilusión, que monta castillos en el aire y sueña con imposibles, que huye de la durezas de las inclemencias de la vida, anhela paraísos o se deja embelesar por espejismos. Esa parte nos resulta increíblemente tierna y nos invita a tener compasión por nosotros mismos, porque en ella se revela la inocencia de la niñez o la ensoñación de la adolescencia. La tratamos con la misma dulzura que a un niño que tiembla de emoción ante la noche de reyes o a la persona que llora y solicita nuestro consuelo al comunicarnos con candidez lo inalcanzable de sus sueños. Esta es la parte que amamos de Emma.

Hay una segunda parte de Emma que nos provoca sentimientos contradictorios. En ella valoramos nuestra valentía y arrojo para salir de los cauces establecidos y las barreras que con constriñen. Sin esa voluntad arrolladora y determinada nunca habríamos conseguido nada y el conformismo nos habría dejado por siempre en el mismo lugar, inermes y a la merced del viento. Pero por otra parte esa determinación nos da miedo. Nos hace ver el posible león que llevamos dentro, la fiera que es capaz de arrasar con todo lo que encuentra a su paso, porque se encuentra herida o porque no escatima medios para conseguir su objetivo. En esa actitud asoma el individualismo más egocéntrico que nos guía como ciegos para conseguir lo que nos piden nuestros deseos y nuestros instintos, sin reparar en daños a terceros. Admiramos esta parte, y a la vez la tememos.

Por último, hay un tercer componente del carácter de Emma que nos recuerda esa aversión que a veces sentimos por lo que nos rodea, ese odio por la realidad que nos circunda, que nos asedia en forma de angustia, o de tedio, o de enfermedad, o de de sufrimiento. Ese desprecio puede llegar a convertirse en una enfermedad del alma, que no consigue ver el más mínimo detalle positivo de la vida. Esta parte de Emma nos resulta profundamente triste e insoportable, porque nos recuerda nuestra incapacidad para ser felices y nuestra obstinación en querer ver solo la vertiente mezquina, ruin y mugrienta de la realidad.

Todos los críticos coinciden en ver en Emma un Quijote femenino. Dice Harold Bloom; "Like the Don, she is murdered by reality" (1). En efecto, ambos libros nos muestran la lucha que se entabla en el interior de una persona cuando no admite la realidad tal y como es. Pero hay una diferencia clave. La lucha de don Quijote se produce por el contraste entre la realidad y su ideal. Por eso nunca dejamos de amar a don Quijote, porque nos pone en contacto con la parte idealista y utópica que todos llevamos dentro. Pero con Emma es diferente, por que los sueños de Emma nos recuerdan nuestros deseos y pasiones, nuestros instintos y anhelos más profundos y primitivos, y esa parte de nosotros mismos ya no estamos tan seguros de amarla tanto. Don Quijote sería nuestro "Super Yo", y Emma el "Ello", siguiendo la terminología de Freud, y ambos pugnan por sacarnos de la realidad del"Yo", como la eterna lucha entre Doctor Jekill y Mister Hyde.

Quizás, la verdad es que no hay escapatoria. Dice Bloom: "Freud, like some of the ancients, believed there were no accidents. Ethos is the daemon, your character is your fate , and everything that happens to you starts by being you" (2). Quizás por ello la postura final no sea ni el amor ni el odio, sino la del del marido de Emma, el pelele, que afirma al concluir la novela: "Cést la faute de la fatalité!" ("¡La culpa la tuvo la fatalidad!"). Somos así, una mezcla explosiva de realidad e ilusión. No tenemos remedio. Sólo nos queda la compasión.

"L'humanité est ainsi, il ne s'agit pas de le changer, mais de la connaître"(3).

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(1) Bloom, Harold. Genius. Warner Books (page 658).
(2) Ibid, page 657.
(3) Carta de Flaubert a Mlle Leroyer de Chantepie de 18 de mayo de 1857 (citada por Vargas LLosa en su libro La Orgía Perpetua, página 101.


Enlace al ensayo "La Orgía Perpetua" de Mario Vargas Llosa (pdf)

Reseña (DEVORADORA DE LIBROS)


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